28 mar 2012

María, novela romántica de Jorge Isaacs

BIOGRAFIA DE JORGE ISAACS



El padre de Jorge Isaacs era George Henry Isaacs, un judío inglés procedente de Jamaica, que se instaló primero en el Chocó, donde se enriqueció con la explotación minera aurífera y el comercio con Jamaica, y después en Cali, donde era dueño de 12.500 hectáreas. Allí, tras convertirse al cristianismo y obtener la ciudadanía colombiana, se casó con Manuela Ferrer Scarpetta, hija de un oficial de la Marina española llamado Carlos Ferrer. De la unión de ambos nació, en 1837, Jorge Isaacs. Su padre fue propietario de tres haciendas cerca de Cali, llamadas "La Manuelita", "Santa Rita" y "El Paraíso" o la casa de la sierra. Ésta última, propiedad de la familia entre 1855 y 1858, será el escenario de la obra más importante del escritor, su novela María. "El Paraíso" está conservado hoy día como museo, con numerosas referencias a esta novela.
Se sabe poco de su infancia: se educó primero en Cali, luego en Popayán, y por último en Bogotá, entre 1848 y 1852, durante los años de gobierno de José Hilario López. En su poesía, Isaacs evoca el Valle del Cauca como el espacio idílico en que transcurrió su infancia, y la marcha a Bogotá debió suponer para él un paso difícil. Regresó a Cali en 1852, parece ser que sin haber terminado sus estudios de bachillerato. En 1854 luchó en las campañas del Cauca contra la dictadura del general José María Melo, por espacio de siete meses. Su familia atravesó por entonces una difícil situación económica a causa de la guerra civil. En 1856 se casó con Felisa González Umaña, que contaba por entonces catorce años y le dio abundante descendencia.
Isaacs intentó dedicarse al comercio, sin demasiado éxito y probó suerte con la literatura. Sus primeros poemas datan de los años 1859-1860; en la misma época, emprende la escritura de varios dramas históricos. En 1860 tomó de nuevo las armas para combatir al general Tomás Cipriano de Mosquera, quien se había levantado contra el gobierno central, y combatió en la batalla de Manizales. En 1861 murió su padre; terminada la guerra, Isaacs regresó a Cali para encargarse de los negocios paternos, llenos de deudas. Tuvo que desprenderse de las haciendas "La Rita" y "La Manuelita".
Sus desventuras económicas le llevaron en busca de abogados a Bogotá, donde encontró eco su actividad literaria. Leyó sus poemas a los miembros de la tertulia "El Mosaico", quienes decidieron costear su publicación (Poesías, 1864). En 1864 supervisó los trabajos del camino de herradura entre Buenaventura y Cali; durante el año en que desempeñó este trabajo, comenzó a escribir su novela María. En esta época también, debido a lo insalubre del clima, contrajo el paludismo, enfermedad de la que terminaría por morir a los 58 años de edad. María se publicó finalmente en 1867, y tuvo un éxito inmediato además fue traducida a 31 idiomas, tanto en Colombia como en otros países de Latinoamérica. Isaacs se convirtió en una figura muy conocida en su país, y dio comienzo a una dilatada carrera periodística y política. Como periodista, dirigió en 1867 el diario La República, de orientación conservadora moderada, donde publicó artículos de tema político.
Militó al principio en el partido conservador, pero después se unió al partido radical y, en 1870, fue nombrado cónsul general en Chile. A su regreso, intervino activamente en la política del Cauca, tanto como editor de periódicos como representando a su departamento en la Cámara de Representantes. Intervino de nuevo en las luchas políticas de 1876, en las que tomó de nuevo las armas. Fue expulsado de la Cámara de Representantes en 1879, a raíz de un incidente en que Isaacs, ante una sublevación conservadora, se proclamó jefe político y militar de Antioquia. Tras este incidente, se retiró de la política, y publicó, en 1881, el primer canto de un extenso poema que no llegó a concluir, titulado Saulo. Nombrado secretario de la Comisión Científica, exploró el departamento de Magdalena, en el norte de Colombia, hallando importantes yacimientos de carbón, petróleo y hulla. Los últimos años de su vida los pasó retirado en la ciudad de Ibagué (donde había dejado alojada su familia años antes), en el estado de Tolima, proyectando una novela histórica que habría de ser su obra maestra y que jamás llegó a escribir. Murió en Ibagué el 17 de abril de 1895, siendo su última voluntad que su cadáver fuera enterrado en Medellín, la tierra de Córdova a la que había dedicado uno de sus poemas; no obstante, siempre expresó su amor por el Cauca: «¡Sí, mucho amo al Cauca, aunque es tan ingrato con sus propios hijos!»
 

 


 
SÍNTESIS ARGUMENTAL
Enmarcada por la espléndida geografía del Valle del Cauca, en épocas pasadas floreció la hacienda «El Paraíso». Allí, rodeados por la bondad de sus padres y tíos, crecieron dos jovencitos de nombres Efraín y María, primos hermanos, quienes desde su más tierna infancia se hicieron inseparables compañeros de juego y alegría. Muy pronto, sin embargo, el camino de los dos primos se separó. Efraín, alcanzada la edad necesaria para emprender una sólida educación, fue enviado por sus padres a la ciudad de Bogotá, en donde, tras seis años de esfuerzo, consiguió coronar sus estudios de bachillerato. María, entre tanto, lejana ya a las delicias de la infancia, se había convertido en una bellísima muchacha, cuyas dotes y hermosura encandilaron al recién llegado bachiller. Ciertamente, la sorpresa del muchacho fue compartida. También María se sintió vivamente impresionada ante las maneras y el porte de su primo, y aquella mutua admiración dio tránsito a un vehemente amor que se apoderó de sus corazones, sin que ellos mismos pudieran comprenderlo sino sentirlo.
El cariño de los jóvenes progresó dulcificado por las bondades de su medio y muy pronto, a pesar de que ellos quisieron ocultarlo, los ojos de sus mayores recabaron en este mutuo afecto. Entonces, una sombra dolorosa se interpuso entre los dos enamorados. Los padres de Efraín, quienes abrigaban un vivísimo amor por su sobrina, no podrían olvidar una penosa circunstancia que señalaba indefectiblemente su destino. Tal como su madre, muerta bastante tiempo atrás. María daba muestras de padecer una dolorosa enfermedad. Aquella dolencia, que llevara a la muerte a quienes la padecieran, tarde o temprano, empezaba a notarse en el semblante juvenil de la muchacha. Ningún alivio era suficiente, y aunque el ánimo de los buenos señores se inclinara favorablemente al amor de los muchachos, la posibilidad, casi indudable, de la muerte temprana de María, los obligaba a oponerse.
A pesar de ello, sus acciones no revistieron crueldad o torpeza. Todo lo contrario: el padre llamó a Efraín a su lado y sin mostrar señal alguna de su íntima determinación, lo instó a viajar a la lejana Europa a fin de adelantar estudios superiores de medicina. Aquella solicitud conturbó el ánimo de la enamorada, quien veía con profundo pesar la forzosa distancia que entre los dos pudiera interponerse. Sin embargo, la voluntad paterna fue determinante y tras una serie de obstáculos y aplazamientos que llenaron de felicidad el corazón de los amantes, Efraín enderezó sus pasos rumbo a Londres. El dolor de los primeros tiempos de separación fue mitigado por las incontables cartas que los muchachos se enviaban.
Muy pronto, Efraín resintió las dilaciones y tardanzas de su amada. Y cuando esta situación más lo mortificaba y ofendía, supo por boca de un amigo recién llegado a Inglaterra que la joven María había sido postrada por una dolorosa enfermedad que la amenazaba cruelmente y que requería su presencia. Inauditos fueron entonces los dolores de Efraín tratando de encontrar vías inmediatas para su desplazamiento desde Europa. Las enormes distancias y la lentitud de los transportes se erigía como otras tantas lanzas que mortificaban su corazón. Días y días se sucedían, sin que la añorada patria asomara en el horizonte. Llegaron después tras penalidades: la travesía de ríos y montañas, los accidentes, las lluvias, la crueldad de la naturaleza que inconmovible asistía a los agónicos esfuerzos del enamorado. Cuando ya Efraín consiguió descabalgar en tierras de «El Paraíso» y saludó emocionado a sus padres, por el semblante de aquellos adivinó la verdad: sus esfuerzos fueron vanos. La amada no pudo aguardar su llegada y con su nombre entre los labios falleció; antes había dejado de recuerdo sus trenzas para Efraín. La desesperación de Efraín lo condujo hasta el pie de la tumba de María, en donde los recuerdos de las alegrías pasadas le llevaron hasta la postración. Finalmente, incapaz de soportar la vida en medio del maravilloso valle que fuera escenario de su amor y que lo inundaba cada instante con su alud de recuerdos y emociones, Efraín decidió abandonar para siempre la tierra de sus mayores y se adentró en lo desconocido.
ALGUNOS PERSONAJES
EFRAÍN, joven protagonista de la novela, enamorado de María; luego de comprometerse en matrimonio con ella viaja a Europa para concluir sus estudios de medicina. Cuando regresa, ve frustradas sus ilusiones al encontrar que María sucumbió a la enfermedad y ha fallecido en su ausencia.
MARÍA, prima del protagonista, hija de Salomón, judío de Jamaica quien, antes de morir, la había dejado bajo el cuidado del padre de Efraín. Sufre de epilepsia, la misma enfermedad que terminó con la vida de su madre: Con la separación de Efraín se debilitan sus fuerzas y muere antes de que éste regrese de Europa.
EL PADRE, bondadoso hacendado del Valle del Cauca, en cuya casa permanece María bajo su cuidado. Es quien dispone el viaje de su hijo Efraín a Europa para continuar los estudios de medicina; razón que acarrea el destino trágico de la obra con la temprana muerte de la protagonista.
LA MADRE, era una buena mujer, la típica esposa tradicional, con un carácter sumiso. Su presencia en la novela simboliza prudencia y buenos consejos en los momentos más adversos vividos por la familia.
EMMA, es la hermana de Efraín y confidente de los enamorados. Siempre dispuesta a crearles momentos propicios y a servirles de consuelo en las dificultades; es la encargada de entregar las trenzas de María a Efraín, cuando éste regresa de Europa y encuentra que su novia ha muerto.
FELICIANA, negra aya de María, que en el pasado tuvo el nombre de Nay. Era hija de un guerrero achanti del África, pero capturada por uno traficantes, fue conducida a América en calidad de esclava.
ESTEFANÍA, negrita de doce años, hija de esclavos que sirve en la casa. Tiene un afecto fanático por María.
CAMILO, criado de la familia de Efraín enviado a Cali por correspondencia que esperaban.
EL CURA, anciano religioso que oficia la boda de Tránsito y Braulio.
SEÑOR "A", caballero con quien viaja Efraín a Europa y quien le da la noticia de la gravedad de María.
MAGMAHU, guerrero achanti padre de Nay (Feliciana).
SAY TUTO KUAMINA, rey achanti a cuyo servicio estuvo Magmahú.
ORSUÉ, caudillo de los achimis, muerto por Magmahú.
SINAR, hijo del anterior y esposo de Nay. Luego de ser capturado por unos traficantes es separado para siempre de su mujer, con quien ha tenido un hijo, el negrito Juan Ángel.
WILLIAM SARICK, irlandés, dueño de la casa donde fue dejada Nay (Feliciana) por los traficantes en calidad de esclava.
GABRIELA, mujer del anterior. Nay encuentra en ella consuelo por la pérdida de su esposo y buen consejo en la desesperación.
EL YANKEE, americano que intenta comprar a Nay para llevarla a su país, donde el hijo de ésta será esclavo por siempre.

CARACTERÍSTICAS DE MARÍA COMO NOVELA ROMÁNTICA
 
 
 
 
1. El Idilio como elemento estructurante de la acción
La novela sentimental romántica se caracteriza por tener como soporte básico el desarrollo del idilio en sus diferentes alternativas en medio de un clima sentimental.
En María la trama es sencilla. Se presentan los amores de dos adolescentes: Efraín y María, en una forma inocente e idílica, hasta que son interrumpidos por la muerte de la protagonista. Los hechos son desarrollados en forma lineal y el narrador presenta los hechos en primera persona o narrador autobiográfico.
2. La exaltación del yo
Uno de los rasgos definitorios del Romanticismo es la presencia del yo. En la novela María, al ser el narrador en primera persona, se puede confundir con el autor; sin embargo hay que dejar claro que el protagonista no es Jorge Isaac, sino un personaje ficticio (ente de papel, como diría Carmen Bustillos), con algunos rasgos personales.
3. Identificación de la Naturaleza con los estados de ánimo del protagonista
La idealización del paisaje y el subjetivismo se presentan claramente en la novela: el Valle del Cauca, donde el poeta pasó su infancia y juventud, se presenta con descripciones impregnadas por alegres recuerdos; como es el ambiente natural donde transcurre el idilio, todo se aprecia sobre la base de las emociones; por ese motivo, el paisaje refleja los estados de ánimo de los personajes: si Efraín está contento, el paisaje es alegre y si está triste, el paisaje es oscuro, opaco y fúnebre.
4. El sentimiento religioso
Esta característica se refleja en la novela por medio del ambiente humano, en la medida que existe una especie de bondad por parte los dueños de la hacienda hacia los esclavos. Este hecho produce que hombres y mujeres, blancos y negros, vivan llenos de amor cristiano y con una convivencia perfecta. Ante el dolor y la alegría siempre está la presencia de Dios.
5. Presencia del color local
El color local es una de las características del Romanticismo y consiste en demostrar las costumbres propias de la región; Jorge Isaac recrea en su obra aspectos relacionados con la vida de la región del Cauca; entre ellas: las actividades propias de los campesinos, los bailes, las tradiciones del hogar, comer juntos en la mesa y tener puesto fijo, rezar antes de las comidas, entre otros. Para ello, el narrador interrumpe lo referente al idilio y muestra algunos cuadros y episodios realistas.
6. El exotismo romántico
Los románticos comúnmente chocaban con la realidad que los rodeaba y por eso a menudo volvían su mirada hacia países y ambientes remotos; este exotismo se aprecia en María cuando se introduce el relato de Nay y Sinai. En esta parte del texto, se describen las inhumanas cacerías de negros. Otro elemento exótico presente en la obra se destaca en el lenguaje, cuando se alude a detalles y elementos de mundos lejanos.
7. Temas y recursos románticos
En María se desarrollan y se mezclan los cuatro temas fundamentales del Romanticismo: el amor, la naturaleza, la muerte y el aspecto religioso religioso. El amor es la base sentimental del relato que tiene como marco y en primer plano una naturaleza idealizada, pero el tema de la muerte va a estar presente, pues ella va a ser motivo de que se quiebre bruscamente el idilio. La muerte se presiente a cada momento mediante anticipaciones y presagios que contribuyen a darle ese clima de tristeza a la novela; estos indicios son evidentes en el cuervo o ave negra que revolotea en algunos capítulos y en la evidente enfermedad de María. El sentimiento religioso cristiano acompaña a los otros aspectos de la obra.
 
 
 
(FRAGMENTOS DE LA NOVELA)
Capítulo II
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos gruduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.
 
Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.
Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún, al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
Capítulo III
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.
Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción, y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas; y se sonrojaba aquélla a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño-oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.
Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padre nuestro, y sus amos completamos la oración.
La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.
Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.
-¡Qué bellas flores! -exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.
-María recordaba cuánto te agradaban -observó mi madre.
Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.
-María -dije- va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
-¿Es verdad? -respondió-; pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
-¿Tantas así hay?
-Muchísimas; se repondrán todos los días.
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.
Capítulo V
Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante los preparativos de viaje.
En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos, hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían enseñado a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques: sus padres y ellos volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro, el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: «amito mío, ya no te veré más». El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.
Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.
 
 
Una tarde, ya a puestas del sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica mi padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón; la greguería de los loros en los guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido por los montes: las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos: todo me recordaba las tardes en que abusando mis hermanas, María y yo de alguna licencia de mí madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.
Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable apostura:
-Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?
-Sí, mi amo -le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el mango de su pala.
-¿Quiénes son los padrinos?
-Ña Dolores y ñor Anselmo, si su merced quiere.
-Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que necesitabas para ella y para ti con el dinero que mandé darte?
-Todo está ya, mi amo.
-¿Y nada más deseas?
-Su merced verá.
-El cuarto que te ha señalado Higinio ¿es bueno?
-Sí, mi amo.
-¡Ah! ya sé. Lo que quieres es baile.
Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo a mirar a sus compañeros.
-Justo es; te portas muy bien. Ya sabes -agregó dirigiéndose a Higinio-: arregla eso, y que queden contentos.
-¿Y sus mercedes se van antes? -preguntó Bruno.
-No -le respondí-; nos damos por convidados.
En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche a las siete montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos a oír. Cuando llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a tomarnos el estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo, y le pendía de la cintura el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra antigua casa de habitación había sido desocupada de los enseres de labor que contenía, para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas: en una araña de madera suspendida de una de las vigas, daba vueltas media docena de luces: los músicos y cantores, mezcla de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las puertas. No había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con maestría tal; había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes; los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto diletante hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con zamarros y sombreros. Bailaban en ese momento Remigia y Bruno: ella con follao de boleros azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla y zarcillos de cristal color de rubí, danzaba con toda la gentileza y donaire que eran de esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños de su ruana de hilo, calzón de vistosa manta, camisa blanca aplanchada, y un cabiblanco nuevo a la cintura, zapateaba con destreza admirable.
Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos cada pieza de baile, tocaron los músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el amo. Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin a bailar unos momentos con mi padre: pero entonces no se atrevía a levantar los ojos, y sus movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos retiramos.
Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome a su lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar a favor mío su bienestar, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás, de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaje, a más tardar dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su fisonomía se revistió de una seriedad solemne sin afectación, que se notaba en él cuando tomaba resoluciones irrevocables. Esto pasaba la tarde en que regresábamos a la sierra. Empezaba a anochecer, y a no haber sido así, habría notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del camino se hizo en silencio. ¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!
Capítulo XIV
Pasados tres días, al bajar una tarde de la montaña, me pareció notar algún sobresalto en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso; y al agregar que estaba aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fue posible mi dolorosa ansiedad.
Olvidado de toda precaución, entré a la alcoba donde estaba María, y dominando el frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla a la vida, me acerqué desconcertado a su lecho. A los pies de éste se hallaba sentado mi padre: fijó en mí una de sus miradas intensas, y volviéndola después sobre María, parecía quererme hacer una reconvención al mostrármela. Mi madre estaba allí; pero no levantó la vista para buscarme, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compadecer una buena madre en la mujer amada por su hijo, a su hijo mismo.
 
 
Permanecí inmóvil contemplándola, sin atreverme a averiguar cuál era su mal. Estaba como dormida: su rostro, cubierto de palidez mortal, se veía medio oculto por la cabellera descompuesta, en la cual se descubrían estrujadas las flores que yo le había dado en la mañana: la frente contraída revelaba un padecimiento insoportable, y un ligero sudor le humedecía las sienes: de los ojos cerrados habían tratado de brotar lágrimas que brillaban detenidas en las pestañas.
Comprendiendo mi padre todo mi sufrimiento, se puso en pie para retirarse; mas antes de salir, se acercó al lecho, y tomando el pulso a María, dijo:
-Todo ha pasado. ¡Pobre niña! Es exactamente el mismo mal que padeció su madre.
El pecho de María se elevó lentamente como para formar un sollozo, y al volver a su natural estado, exhaló sólo un suspiro. Salido que hubo mi padre, coloquéme a la cabecera del lecho, y olvidándome de mi madre y de Emma, que permanecían silenciosas, tomé de sobre el almohadón una de las manos de María, y la bañé en el torrente de mis lágrimas hasta entonces contenido. Medía toda mi desgracia: era el mismo mal de su madre, que había muerto muy joven atacada de una epilepsia incurable. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo.
Sentí algún movimiento en esa mano inerte, a la que mi aliento no podía volver el calor. María empezaba ya a respirar con más libertad, y sus labios parecían esforzarse en pronunciar alguna palabra. Movió la cabeza de un lado a otro, cual si tratara de deshacerse de un peso abrumador. Pasado un momento de reposo, balbució palabras ininteligibles, pero al fin se percibió entre ellas claramente mi nombre. En pie yo, devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá mis labios la llamaron. Abrió lentamente los ojos, como heridos por una luz intensa, y los fijó en mí, haciendo esfuerzo para reconocerme. Medio incorporándose un instante después, «¿qué es?», me dijo apartándome; «¿qué me ha sucedido?», continuó, dirigiéndose a mi madre. Tratamos de tranquilizarla, y con un acento en que había algo de reconvención, que por entonces no pude explicarme, agregó: «¿ya ves? yo lo temía».
Quedó, después del acceso, adolorida y profundamente triste. Volví por la noche a verla, cuando la etiqueta establecida en tales casos por mi padre lo permitió. Al despedirme de ella, reteniéndome un instante la mano, «hasta mañana», me dijo, y acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que interrumpida nuestra conversación en alguna velada, quedaba deseando el día siguiente para que la concluyésemos.
Capítulo XV
Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarto, un cierzo impetuoso columpiaba los sauces del patio; y al acercarme al huerto, lo oí rasgarse en los sotos de naranjos, de donde se lanzaban las aves asustadas. Relámpagos débiles, semejantes al reflejo instantáneo de un broquel herido por el resplandor de una hoguera, parecían querer iluminar el fondo tenebroso del valle.
Recostado en una de las columnas del corredor, sin sentir la lluvia que me azotaba las sienes, pensaba en la enfermedad de María, sobre la cual había pronunciado mi padre tan terribles palabras. ¡Mis ojos querían volver a verla como en las noches silenciosas y serenas que acaso no volverían ya más!
No sé cuánto tiempo había pasado, cuando algo como el ala vibrante de un ave vino a rozar mi frente. Miré hacia los bosques inmediatos para seguirla: era un ave negra.
Mi cuarto estaba frío; las rosas de la ventana temblaban como si se temiesen abandonadas a los rigores del tempestuoso viento: el florero contenía ya marchitos y desmayados los lirios que en la mañana había colocado en él María. En esto una ráfaga apagó de súbito la lámpara; y un trueno dejó oír por largo rato su creciente retumbo, como si fuese el de un carro gigante despeñado de las cumbres rocallosas de la sierra.
En medio de aquella naturaleza sollozante, mi alma tenía una triste serenidad.
Acababa de dar las doce el reloj del salón. Sentí pasos cerca de mi puerta y muy luego la voz de mi padre que me llamaba. «Levántate», me dijo tan pronto como le respondí; «María sigue mal».
El acceso había repetido. Después de un cuarto de hora hallábame apercibido para marchar. Mi padre me hacía las últimas indicaciones sobre los síntomas de la enfermedad, mientras el negrito Juan Ángel aquietaba mi caballo retinto, impaciente y asustadizo. Monté; sus cascos herrados crujieron sobre el empedrado, y un instante después bajaba yo hacia las llanuras del valle buscando el sendero a la luz de algunos relámpagos lívidos. Iba en solicitud del doctor Mayn, que pasaba a la sazón una temporada de campo a tres leguas de nuestra hacienda.
La imagen de María tal como la había visto en el lecho aquella tarde, al decirme ese «hasta mañana», que tal vez no llegaría, iba conmigo, y avivando mi impaciencia me hacía medir incesantemente la distancia que me separaba del término del viaje; impaciencia que la velocidad del caballo no era bastante a moderar,
Las llanuras empezaban a desaparecer, huyendo en sentido contrario a mi carrera, semejantes a mantos inmensos arrollados por el huracán. Los bosques que más cercanos creía, parecían alejarse cuanto avanzaba hacia ellos. Sólo algún gemido del viento entre los higuerones y chiminangos sombríos, sólo el resuello fatigoso del caballo y el choque de sus cascos en los pedernales que chispeaban, interrumpían el silencio de la noche.
Algunas cabañas de Santa Elena quedaron a mi derecha, y poco después dejé de oír los ladridos de sus perros. Vacadas dormidas sobre el camino empezaban a hacerme moderar el paso.
La hermosa casa de los señores de M***, con su capilla blanca y sus bosques de ceibas, se divisaba en lejanía a los primeros rayos de la luna naciente, cual castillo cuyas torres y techumbres hubiese desmoronado el tiempo.
El Amaime bajaba crecido con las lluvias de la noche, y su estruendo me lo anunció mucho antes de que llegase yo a la orilla. A la luz de la luna, que atravesando los follajes de las riberas iba a platear las ondas, pude ver cuánto había aumentado su raudal. Pero no era posible esperar: había hecho dos leguas en una hora, y aún era poco. Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas hacia el fondo del río y resoplando sordamente, parecía calcular la impetuosidad de las aguas que se azotaban a sus pies: sumergió en ellas las manos, y como sobrecogido por un terror invencible, retrocedió veloz girando sobre las patas. Le acaricié el cuello y las crines humedecidas y lo aguijoneé de nuevo para que se lanzase al río; entonces levantó las manos impacientado, pidiendo al mismo tiempo toda la rienda, que le abandoné, temeroso de haber errado el botadero de las crecientes. Él subió por la ribera unas veinte varas, tomando la ladera de un peñasco; acercó la nariz a las espumas, y levantándola en seguida, se precipitó en la corriente. El agua lo cubrió casi todo, llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco después alrededor de mi cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única parte visible ya de su cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerle describir más curva hacia arriba la línea de corte, porque de otro modo, perdida la parte baja de la ladera, era inaccesible por su altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban guaduales desgajados. Había pasado el peligro. Me apeé para examinar las cinchas, de las cuales se había reventado una. El noble bruto se sacudió, y un instante después continué la marcha.
Luego que anduve un cuarto de legua, atravesé las ondas del Nima, humildes, diáfanas y tersas, que rodaban iluminadas hasta perderse en las sombras de bosques silenciosos. Dejé a la izquierda la pampa de Santa R., cuya casa, en medio de arboledas de ceibas y bajo el grupo de palmeras que elevan los follajes sobre su techo, semeja en las noches de luna la tienda de un rey oriental colgada de los árboles de un oasis.
Eran las dos de la madrugada cuando, después de atravesar la villa de P***, me desmonté a la puerta de la casa en que vivía el médico.
Capítulo LV
Durante un año tuve dos veces cada mes cartas de María. Las últimas estaban llenas de una melancolía tan profunda que, comparadas con ellas, las primeras que recibí parecían escritas en nuestros días de felicidad.
En vano había tratado de reanimarla diciéndole que esa tristeza destruiría su salud, por más que hasta entonces hubiese sido tan buena como me lo decía; en vano. «Yo sé que no puede faltar mucho para que yo te vea», me había contestado: «desde ese día ya no podré estar triste: estaré siempre a tu lado... No, no; nadie podrá volver a separarnos».
La carta que contenía esas palabras fue la única de ella que recibí en dos meses.
En los últimos días de junio, una tarde se me presentó el señor A***, que acababa de llegar de París, y a quien no había visto desde el pasado invierno.
-Le traigo a usted cartas de su casa -me dijo después de habernos abrazado.
-¿De tres correos?
-De uno solo. Debemos hablar algunas palabras antes -me observó, reteniendo el paquete.
Noté en su semblante algo siniestro que me turbó.
-He venido -añadió después de haberse paseado silencioso algunos instantes por el cuarto-, a ayudarle a usted a disponer su regreso a América.
-¡Al Cauca! -exclamé, olvidado por un momento de todo, menos de María y de mi país.
-Sí -me respondió-, pero ya habrá usted adivinado la causa.
-¡Mi madre! -prorrumpí desconcertado.
-Está buena -respondió.
-¿Quién, pues? -grité asiendo el paquete que sus manos retenían.
-Nadie ha muerto.
-¡María! ¡María! -exclamé como si ella pudiera acudir a mis voces, y caí sin fuerzas sobre el asiento.
-Vamos -dijo procurando hacerse oír el señor A***-: para esto fue necesaria mi venida. Ella vivirá si usted llega a tiempo. Lea usted las cartas, que ahí debe venir una de ella.
«Vente -me decía-, ven pronto, o me moriré sin decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me mata hora por hora esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.
»Si vienes... sí vendrás, porque yo tendré fuerza para resistir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desaparecer. Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde, todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guarda-pelo en donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en vísperas de irte, y todas tus cartas.
»Pero ¿a qué afligirte diciéndote todo esto? Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo instante lo que ellos solos sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre».
-Acabe usted -me dijo el señor A***, recogiendo la carta de mi padre caída a mis pies-. Usted mismo conocerá que no podemos perder tiempo.
Mi padre decía lo que yo había sabido ya demasiado cruelmente. Quedábales a los médicos sólo una esperanza de salvar a María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no vaciló; ordenábame regresar con la mayor precipitud posible, y se disculpaba por no haberlo dispuesto así antes.
Dos horas después salí de Londres.
Capítulo LX
Al día siguiente a las cuatro de la tarde llegué al alto de las Cruces. Apeéme para pisar aquel suelo desde donde dije adiós para mi mal a la tierra nativa. Volví a ver ese valle del Cauca, país tan bello cuanto desventurado ya... Tantas veces había soñado divisarlo desde aquella montaña, que después de tenerlo delante con toda su esplendidez, miraba a mi alrededor para convencerme de que en tal momento no era juguete de un sueño. Mi corazón palpitaba aceleradamente como si presintiese que pronto iba a reclinarse sobre él la cabeza de María; y mis oídos ansiaban recoger en el viento una voz perdida de ella. Fijos estaban mis ojos sobre las colinas iluminadas al pie de la sierra distante, donde blanqueaba la casa de mis padres.
Lorenzo acababa de darme alcance trayendo del diestro un hermoso caballo blanco, que había recibido en Tocotá para que yo hiciese en él las tres últimas leguas de la jornada.
-Mira -le dije cuando se disponía a ensillármelo, y mi brazo le mostraba el punto blanco de la sierra al cual no podía yo dejar de mirar-; mañana a esta hora estaremos allá.
-¿Pero allá a qué? -respondió.
-¡Cómo!
-La familia está en Cali.
-Tú no me lo habías dicho. ¿Por qué se han venido?
-Justo me contó anoche que la señorita seguía muy mala.
Lorenzo al decir esto no me miraba, y me pareció conmovido.
Monté temblando en el caballo que él me presentaba ensillado ya, y el brioso animal empezó a descender velozmente y casi a vuelos por el pedregoso sendero.
La tarde se apagaba cuando doblé la última cuchilla de las Montañuelas. Un viento impetuoso de occidente zumbaba en torno de mí en los peñascos y malezas desordenando las abundantes crines del caballo. En el confín del horizonte a mi izquierda no blanqueaba ya la casa de mis padres sobre las faldas sombrías de la montaña; y a la derecha, muy lejos, bajo un cielo turquí, se descubrían lampos de la mole del Huila medio arropado por brumas flotantes.
Quien aquello crió, me decía yo, no puede destruir aún la más bella de sus criaturas y lo que él ha querido que yo más ame. Y sofocaba de nuevo en mi pecho sollozos que me ahogaban.
Ya dejaba a mi izquierda la pulcra y amena vega del Peñón, digna de su hermoso río y de mis gratos recuerdos de infancia. La ciudad acababa de dormirse sobre su verde y acojinado lecho: como bandada de aves enormes que se cernieran buscando sus nidos, divisábanse sobre ella, abrillantados por la luna, los follajes de las palmeras.
Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa. Un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada al salón: estaba oscuro. Me había adelantado pocos pasos en él cuando oí un grito y me sentí abrazado.
-¡María! ¡mi María! -exclamé, estrechando contra mi corazón aquella cabeza entregada a mis caricias.
-¡Ay! no, no, ¡Dios mío! -interrumpióme sollozando.
Y desprendiéndose de mi cuello cayó sobre el sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro, y la luna acababa de bañar su rostro lívido y regado de lágrimas.
Se abrió la puerta del aposento de mi madre en ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil.
-¿Dónde está, pues, dónde está? -grité poniéndome en pie.
-¡Hijo de mi alma! -exclamó mi madre con el más hondo acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su seno-: ¡en el cielo!
Algo como la hoja fría de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?...
Capítulo LXV
En la tarde de ese día, durante el cual había visitado yo todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cementerio de la Parroquia donde estaba la tumba de María. Juan Ángel y Braulio se habían adelantado a esperarme en él, y José, su mujer y sus hijas me rodeaban ya para recibir mi despedida. Invitados por mí me siguieron al oratorio, y todos de rodillas, todos llorando, oramos por el alma de aquélla a quien tanto habíamos amado. José interrumpió el silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una súplica a la protectora de los peregrinos y navegantes.
Ya en el corredor, Tránsito y Lucía, después de recibir mi adiós, sollozaban cubierto el rostro y sentadas en el pavimento; la señora Luisa había desaparecido: José, volviendo a un lado la faz para ocultarme sus lágrimas, me esperaba teniendo el caballo del cabestro al pie de la gradería: Mayo, meneando la cola y tendido en el gramal, espiaba todos mis movimientos como cuando en sus días de vigor salíamos a caza de perdices.
Faltóme la voz para decir una postrera palabra cariñosa a José y a sus hijas; ellos tampoco la habrían tenido para responderme.
A pocas cuadras de la casa me detuve antes de emprender la bajada a ver una vez más aquella mansión querida y sus contornos. De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba.
Llegó Mayo entonces, y fatigado se detuvo a la orilla del torrente que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder: sentóse sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuviesen algo de humano, como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado, y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez.
A la hora y media me desmontaba a la portada de una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque, que era el cementerio de la aldea. Braulio, recibiendo el caballo y participando de la emoción que descubría en mi rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un paso más. Atravesé por enmedio de las malezas y de las cruces de leño y de guadua que se levantaban sobre ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: «María...».
A aquel monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la interroga, que la maldice... que le ruega, que la llama... demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.
El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me hizo levantar la frente del pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome una corona de rosas y azucenas, obsequio de las hijas de José, permaneció en el mismo sitio como para indicarme que era hora de partir. Púseme en pie para colgarla de la cruz, y volví a abrazarme a los pies de ella para darle a María y a su sepulcro un último adiós...
Había ya montado, y Braulio estrechaba en sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.
Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.
FIN
 
 

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